La firma de los Acuerdos de Paz, el 16 de enero de 1992, es uno de los hechos más importantes de nuestra historia reciente, en lo que respecta a la estabilidad de lo político-electoral y la delineación del principio de división de poderes. Un hecho histórico cuyo objetivo principal era claro: terminar el conflicto armado mediante la negociación política. Pero no era el único, pues, a partir de ahí, se pretendía impulsar la democratización del país y garantizar el irrestricto respeto de los derechos humanos para, finalmente, reunificar a la sociedad salvadoreña.
Desde el punto de vista institucional, las partes beligerantes, los
firmantes, se comprometieron a construir un Estado de Derecho, expresado en el
equilibrio de los poderes, el fortalecimiento del aparato estatal y la
desmilitarización de la seguridad pública. Por ello, entre otras cosas, el
proceso de adopción de los Acuerdos de Paz motivó relevantes reformas
constitucionales. Si bien el marco normativo e institucional germinado en torno
a los mismos pudo haber correspondido a lo esperado, lo cierto es que la
cultura institucional continúa en deuda porque, en buena parte, sigue guiándose
por una lógica polarizada y polarizante, autoritaria y excluyente.
Así, por ejemplo, las decisiones estatales se han ido tomando entre las
élites (políticas, económicas, sociales y culturales) sin una suficiente
participación social, y cuando -supuestamente- se le ha consultado a la
sociedad, no se han respetado los estándares del diálogo racional y
democrático, al punto que el discurso de quienes dicen representar a la
mayoría, que se presentan como los fuertes, usualmente es utilizado para
neutralizar a las minorías, negándoles la oportunidad de expresarse y
participar, de ser escuchadas y protegidas, de acuerdo a sus necesidades.
La generación que se encargó de terminar la guerra y negoció la paz
estuvo integrada por las personas correctas para lograr tal acontecimiento,
porque fueron quienes lograron firmar los Acuerdos de Paz. No obstante, muchas
de estas personas, posteriormente incrustadas en las distintas élites, se
convirtieron en un obstáculo, de una u otra manera, para lograr la paz.
Bloquearon la posibilidad para que la sociedad salvadoreña se reunificara y
viviera en una democracia efectiva, con un Estado que respeta los derechos
humanos y libre de militarismo.
En El Salvador aún no se han superado las problemáticas estructurales
del conflicto armado, siendo una de ellas el privilegio de los fuertes y la
discriminación de los débiles. Parafraseando a nuestro santo, Óscar Romero, aún
falta para que la ley deje de ser esa serpiente que solo muerde los pies de los
descalzos. Asimismo, desde hace algún tiempo se está experimentado el
resurgimiento -generalizado o sistemático- de aquellas graves violaciones de
derechos humanos que se sufrieron en el conflicto: detenciones ilegales, torturas,
desplazamientos forzados, desapariciones forzadas, asesinatos masivos y
ejecuciones extrajudiciales. Muchas de estas, causadas por la violencia actual,
están siendo sufridas por las mismas personas y grupos sociales que las
padecieron en aquel conflicto.
Esto nos deja una lección trascendental: una cosa es terminar la guerra
y otra comenzar la paz. Durante el conflicto armado, en esencia, las
dirigencias de las partes beligerantes entendieron la guerra como un medio para
hacer la política. Desafortunadamente, después de 1992, entendieron la política
-y su institucionalidad- como un medio para continuar la guerra -y su
autoritarismo-, dejando a miles de personas afectadas por esta dinámica.
Ahora bien, lo preocupante de esto no sólo es que este modo de proceder
haya impedido la consolidación del Estado de Derecho, sino que, ahora,
pareciera que algunas de las nuevas fuerzas político-partidarias están
heredando el mismo modo de proceder, lo que continuaría con el debilitamiento
de la democracia y la institucionalidad, así como con una sociedad fragmentada
y en conflicto.
De la polarización entre la derecha y la izquierda hemos pasado a la
polarización entre lo antiguo-tradicional y lo nuevo-atípico. Mientras los
consensos entre partidos políticos ocurren, principalmente, para beneficio de
estos, la división y los ataques persisten entre los seguidores de uno u otro
bando. En suma, la actitud de los partidos continúa siendo la misma frente a la
población que no comulga con ellos. Por un lado, atacan a quienes les señalan
sus incoherencias y perjuicios mientras les llaman a la cordura y el diálogo;
y, por otro, ignoran a quienes están desinteresados de los asuntos públicos, quienes priman la
búsqueda de soluciones individuales antes que las colectivas, como consecuencia
del desencanto que les provoca la actitud confrontativa de los partidos,
incluso, a pesar de los cambios generacionales.
De alguna manera, el inicio del epílogo Los buscadores de la paz, del
Informe de la Comisión de la Verdad de 1993, continúa vigente:
"Sí, todo esto pasó entre nosotros, dicho en el lenguaje del Canto
Maya. Cada uno había convertido su verdad personal en la verdad general. Toda
bandera de partido o de grupo resultaba erigida en la bandera única, de acuerdo
con el maniqueísmo que imperaba. Y cada lealtad, individual o partidista, se
tenía como la sola lealtad. En aquellos tiempos todos los salvadoreños en una u
otra forma eran tan injustos con los demás salvadoreños, que el heroísmo de los
unos se trasmutaba de inmediato en la maldición para los otros [...]".
La marginación y la violencia determinaron el conflicto armado, y
continúan determinando la realidad nacional, aunque con otras dinámicas y
protagonistas. Las garantías de no repetición han fallado, pero no por problemas en su diseño,
sino por la falta de implementación. Tener esto claro es clave, porque abre la
posibilidad de que las nuevas fuerzas políticas asuman la responsabilidad de
implementarlas. Mejor tarde que nunca. Antes que unos nuevos acuerdos, en El
Salvador se necesita el cumplimiento de los primeros, de forma diligente y
suficiente, para finalmente superar la locura y afianzar la esperanza.
El texto y espíritu de los Acuerdos de paz dejan en evidencia que lo
anterior solo es posible involucrando a la sociedad y atendiendo a las
víctimas. Desde la perspectiva social, en los Acuerdos se establecieron unos
mecanismos para superar la marginación y la violencia, como garantías de no
repetición. Así, por un lado, se decidió instaurar un Foro para la Concertación
Económica y Social, con el objeto de “lograr un conjunto de amplios acuerdos
tendientes al desarrollo económico y social del país, en beneficio de todos sus
habitantes”. Este se pensó como el mecanismo para concertar las medidas que
aliviaran el costo social del programa de ajuste estructural que experimentaría
el país. Entre otros aspectos, se iba a encargar de “la revisión del marco
legal en materia laboral para promover y mantener un clima de armonía en las
relaciones de trabajo”; y, además, del “análisis de la situación de las
comunidades urbanas y suburbanas con miras a proponer soluciones a los
problemas derivados del conflicto armado”.
Sin embargo, a pesar de una finalidad tan loable, urgente y necesaria
para la sociedad, y particularmente para las poblaciones afectadas, este foro
nunca fue instalado, nunca funcionó. Un Acuerdo incumplido atribuible a las
partes beligerantes y a los gobernantes de turno que ha facilitado, de una u
otra forma, que miles de personas sigan marginadas desde el punto de vista socioeconómico.
También se acordó la “Superación de la Impunidad”, pues las partes
beligerantes reconocieron que las graves violaciones de derechos humanos
ocurridas durante el conflicto armado, independientemente del sector al que
pertenecieron sus autores, “deben ser objeto de la actuación ejemplarizante de
los tribunales de justicia, a fin de que se aplique a quienes resulten
responsables las sanciones contempladas por la ley”, y se acordó la creación de
una Comisión de la Verdad para investigar los graves hechos de violencia en
aquel período. Hechos que, por decisión de la Asamblea Legislativa, fueron
excluidos de la amnistía otorgada en la Ley de Reconciliación Nacional de 1992
(art. 6 inc. 1), es decir, que las personas que participaron en estos crímenes debían
ser investigados, juzgados y castigados por el sistema judicial salvadoreño.
No obstante, cinco días después de la publicación del Informe de la
Comisión de la Verdad, la misma Asamblea Legislativa dictó la Ley de Amnistía
General para la Consolidación de la Paz, el 20 de marzo de 1993, con la cual se
impidió la posibilidad de juzgar a los responsables de aquellos crímenes y, con
ello, se dejó de reparar integralmente a las víctimas y sus familiares, y se
evitó que la sociedad conociera la verdad sobre los casos y patrones de
violencia.
El incumplimiento de este acuerdo es atribuible a las partes
beligerantes y a los gobernantes de turno, y ha impedido, hasta el día de hoy,
la construcción de mecanismos de control efectivos en la seguridad pública (policías
y militares), así como el fortalecimiento de la independencia e imparcialidad
del sistema judicial (fiscales y jueces), y la articulación necesaria entre las
instituciones públicas para atender, como es debido, a las víctimas de siempre.
Si la intención de las nuevas fuerzas político-partidarias es recomponer
el país y/o instaurar un nuevo El Salvador, es necesario que atiendan estas
problemáticas estructurales de marginación y violencia. Y, para ello, es
imprescindible que se abran hacia el diálogo y la concertación con los
distintos sectores sociales y no solo con los afines, y que, además, su modo de
proceder se oriente hacia la protección de los sectores menos favorecidos.
Esto, verdaderamente, sería algo novedoso en la política salvadoreña.
De lo contrario, decidir y actuar sin considerar el enfoque de derechos
humanos o la atención de los grupos vulnerables mientras, además, se busca
anular a cualquier otro que sea etiquetado como adversario o amenaza, no es más
que reproducir las mismas dinámicas de marginación y violencia, provocadas por
los mismos de siempre.
Los Acuerdos de Paz están ahí, aún vigentes y con unos compromisos cuyo
cumplimiento son necesarios para la sociedad salvadoreña. Les acompañan unas
deudas pendientes, que las partes beligerantes y los gobernantes de turno
decidieron no cumplir; pero, por eso mismo, también sigue presente el reto de
su cumplimiento, uno que debería de asumir toda fuerza política que decida,
verdaderamente, impulsar una nueva forma de gobernar en El Salvador.
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